El diagnóstico llegó en 2010, con 38 años, diez años después de que la anemia diera un golpe en la mesa. En ese momento sólo pensé en mis hijas y en mi mujer. Uno mismo, con esa edad puede entender y aceptar, pero el dolor viene porque tu familia se puede quedar sin ti.
Ya antes del diagnóstico la doctora me había señalado esta posibilidad y me despertaba todos los días con ese pensamiento obsesivo, con una losa. Pero en 2009 un accidente lleva a la muerte a seis compañeros de trabajo, me impactó mucho y vi que era una traición hacia ellos el vivir con aquella tristeza, que no tenía derecho.
Supuso comenzar a apreciar más la vida que tenía.
Durante los meses en los que no veía futuro fue cuando encontré más paz, ya que me centraba en el día a día. Mi hija me dijo entonces que siempre sonreía y es que pese a lo que me costaba hacer las cosas, por debilidad, podía controlar mi ánimo y aprendí que siempre puedes servir a los demás, en cualquier situación puedes aportar.
De aquellos días hay muchos nombres a los que agradecer, como Paula Río, investigadora del CIEMAT, que me animó mucho con su correo.
En septiembre de 2016 llegó el trasplante de médula.
El día del ingreso, al llegar a la habitación me quedé mirando la cama y me llegaron tres preguntas: ¿He tratado bien y ayudado a todas las personas que he podido?, ¿he dañado a alguien y no le he pedido perdón?, ¿he llevado a cabo todas las cosas que quería hacer?
El proceso fue muy bien, todavía sigo asombrado de la riqueza que recibí en aquel momento. De mi donante tan sólo conocí el color de miel de sus células, un color que algún amanecer hermoso me recuerda. ¡Cuántas veces aquel regalo me anima a ser y estar mejor! Muchos momentos los vivo ahora consciente de que son irrepetibles, muchos abrazos, conversaciones.
El tiempo añadió otra pregunta: ¿Me estoy tratando bien a mí mismo? Tengo muy clara la fragilidad de la vida y no hay día malo, ya esté lloviendo, con mucho calor o mucho frío.
Como cristiano, la certeza del amor de Dios me reconforta y me ayuda a responder a las preguntas que me hacía en aquel hospital. La sociedad y la ciencia me han dado mucho y en cada oportunidad tengo un “sí” para ayudar, procuro ir respondiendo a aquellas preguntas que me hacía. En la película “El árbol de la Vida”, de Terrence Malick, dicen que si no has amado el tiempo pasará como una centella, y creo que esa es la gran palanca: sentirse amado y, en consecuencia, amar.
Sé que puedo aportar más a nuestra Fundación. Paso a paso va llegando el momento en el que podré hacerlo con la intensidad que merece y en la que me siento a gusto. Es muy inspirador el trabajo del CIEMAT y la implicación de las familias.