No sé qué deciros. De verdad, no sé qué deciros.
Uno intenta transmitir un mensaje de esperanza, que es nuestro lema, ¿verdad? Con tu ayuda, conseguiremos mantener la esperanza. Pero cuesta. De verdad, a veces cuesta mucho. Porque nunca se está preparado para que a un hijo se le diagnostique algo así.
Pablo presentaba al nacer una pequeña anomalía en el pulgar de su mano derecha: la última falange era bífida. El hueso –lo vimos en radiografía mucho después– tenía forma de U y había dos uñitas. El médico que atendió el parto nos dijo que no tenía ninguna importancia, que seguramente habría habido un antepasado que lo tuviera aunque nadie en la familia lo recordara. Que esas cosas se suelen saltar generaciones y tal.
Antes de que ingresara en el cole se le operó para evitar –los críos pueden tener muy mala baba– que se metieran con él. Para Pablo, hay que decirlo, nunca había sido un problema. Al contrario: «¡Tú no haces esto!«, decía colocándose un lápiz entre sus dos falanges.
Con seis años era un crío muy activo, un auténtico torbellino. Montaba en bici con enorme destreza, jugaba al fútbol… Se daba tantos porrazos que nunca nos extrañó que tuviera algunos hematomas. Y un día, en un análisis rutinario, su pediatra se alarmó. Nos remitió a un hematólogo. Y ahí se nos cayó el mundo encima.
Seis años. Seis años habíamos vivido desconociendo la enfermedad.
Luego, ya sabéis. Lo normal. Pruebas. Más pruebas. Que sea un error, que no se confirme, que… Ingresos, alguna transfusión (pocas, por suerte), andrógenos, corticoides. Pronóstico entre malo y peor. La búsqueda de un donante que nunca se encontró. Y el niño seguía con la bici, con el monopatín, con su vida de niño. Y nosotros con el dilema: hasta dónde proteger sin amargarle su infancia. Y, a todo esto, su hematólogo asombrado. Cualquiera de nosotros, nos decía, estaría por los suelos con sus cifras.
Desde la adolescencia está sin ningún tratamiento. Se hace los controles absolutamente imprescindibles y no quiere saber mucho del tema.
Hoy Pablo tiene treinta y nueve años y hace una vida bastante normal.
En todo este tiempo, lo que marca un antes y un después es el contacto con unos investigadores que alguien, casi por casualidad, nos dijo que se iban a reunir en el CIEMAT; sí, por la Complutense, donde la Junta de Energía Nuclear… Y allí que nos plantamos.
Allí estaba Juan Bueren y un magnífico grupo de investigadores y médicos de Madrid, de Barcelona, de Valencia, de toda España. Y unas cuantas familias con nuestro mismo problema, con nuestros mismos miedos y nuestras mismas esperanzas.
Y ya nada fue igual. Aquel grupo de clínicos e investigadores siguió y siguió trabajando y ahí están, liderando –ahí es nada– la investigación sobre AF en el mundo. Y aquellas pocas familias empezamos a sentirnos menos solos, y de ahí fueron surgiendo la primitiva Asociación y la actual Fundación.
Leer los testimonios de otros padres y madres siempre resulta, obviamente, conmovedor porque sus palabras tocan nuestras fibras más sensibles. A veces, cuesta leerlos de un tirón. Pero siempre, siempre hay en ellos algo que reconforta y que anima a seguir porque los avances que vamos conociendo siempre mejorarán la vida de nuestros niños. Porque todos, los de hoy y los de mañana, son nuestros niños.